Cuando nos avisaron del rescate nos enviaron una foto de la pequeña Linda. Su mirada reflejaba ternura y simpatía, miraba de reojillo a la gente, pero con cierto aire de descaro.
Tenía una rutina perfecta. Siempre estaba rondando la zona donde le ponían la comida y las mañanas las pasaba tomando el sol en un descampado.
Así que dos días más de espera y nos pusimos en marcha en el primer hueco que tuvimos.
Al llegar ya merodeaba la zona. Vigilante al principio observaba como montábamos la jaula, hasta que decidió ir a dar un paseo. Un paseo que duró menos de cinco minutos.
Todavía no habíamos terminado de comprobar el funcionamiento de la trampa y ya estaba ella nerviosa por probar bocado de lo que le habíamos preparado.
Pero a la hora de la verdad no estaba dispuesta a dar el primer paso, fueron muchas vueltas las que dió, idas y venidas, no veía claro meterse dentro de ese armatoste de hierro.
Pero como sucede casi siempre el hambre pudo con su miedo y finalmente entró a por su manjar.
Una vez encerrada nos demostró que por muy pequeña que fuera iba a luchar lo que fuera necesario para escapar de allí. Golpeaba los paneles y los intentaba levantar para escapar por debajo.
Gracias a la rapidez de todos los que allí nos encontrábamos no lo pudo lograr, tuvimos que reducir el espacio de la jaula para que tuviera menos facilidad de movimiento hasta que pudo calmarse.
De nuevo la lucha comenzaba cuando se le paso el lazo por el cuello, nunca debió tener nada parecido, nunca le habían puesto una correa, no sabía lo que eran los paseos. Lo único que colgaba de su fino cuello y de su vida anterior era una sucia cadena con una gran argolla.
Los podencos, los grandes olvidados, grandes perros con gran corazón.